Las creaciones del nipón Takeshi Kitano sí que son una sutileza de metáforas y de conexiones asombrosas. Es alentador, por ello, rememorar cada brevedad dicha de su personaje más conflictivo e interesante dentro de su filmografía -el agente Nishi-, ya que entonces se atenúan los motivos para intrigarse y entregarse también al placer casi sombrío dentro su obra posterior. Hana-bi (Flores de fuego) es un filme como pocos. Se erige como un antecedente necesario para comprender los planteamientos de sus otras películas, las cuales quizás versan tan ampulosamente sobre los mismos temas: la soledad y la dificultad de evadir el individualismo en la gozosa y ruda existencia. Ver una película como éstas es, irremediablemte, someterse a la contemplatividad de un hayku -el cual acaso se homenajea acaso se menciona socarronamente- o a los segundos espasmódicos dentro de un entorno primaveral casi de plastilina. Abundantes minimalismos como recursos de alta tensión.
Flores de fuego nos narra la vida turbulenta de una Tokyo azul y casi helada, fria, habitada por personajes que modifican sus rostros pero que no dejan de ser los mismos muñecos de difícil entendimiento (juguetes japoneses de complejidad mecánica, como se entiende en su posterior Dolls), una urbe donde aún deambulan los personajes del Kabuki, donde aún se presencian los conflictos pasionales del Noh: dioses, demonios, guerreros, unas batallas contemporáneas donde el desgarro es el cénit de estas piezas instrumentales que algo expresan. Adosada por la música del genial Joe Hisaishi, este filme nos traslada a las tribulaciones casi mudas de un agente de la policia que, afrontando aún el pesar por la pérdida de su hija, aprecia ahora también el letargo de un compañero de años parapléjico y abandonado por su familia, y el silencioso devenir de su propia esposa en la fase terminal de una enfermedad incurable.
Nishi (interpretado magníficamente por el mismo "Beat" Takeshi) es un personaje azaroso -mientras se le va conociendo más y más-, es un hombre que en alguna etapa de su vida fue un ser "pacífico", atado a la norma, y de valores muy bien impuestos; sin embargo el tedio fue mermando su cuadrado carácter hasta desatar en él una violencia ultimante. La esposa de este hombre, ahora muy enferma y al borde de la muerte, recibe sus deseos de aminorar su culpabilidad y dar cobijo a su antiguo idílio de manera muy distante, con un desequilibrio de quien no cede y arremete luego en una suerte de posibilidad involucionante. Así se rozan en la versátil geografía de un Japón que les espera en la huida.
Otro rasgo impecable es la calidad de "valor agregado" que da el director al papel del arte. Horibe -su compañero parapléjico- está decidido a emplear su tiempo en elaborar algo concreto que demuestre su trance a la independencia, pero sus ansias por momentos fallan; en sus dibujos no deja de demostrar su añoranza al mundo compartido, reverdesciente, lleno de gamas y pétalos de cerezo envolviéndolo todo. Empieza a concebir el mundo como antes un policia varón lleno de superficialidades nunca lo había apreciado: abundante en flores y lluvias redentoras. Su primer intento de suicidio no fue sublimado, por lo que intentó guarecerse mucho más en aquellas maromas estéticas que en algún momento habrán de decirle algo. Es asombroso el mimetismo de este ser al involucrarse en el hecho de la autorrepresentación: una muestra de ello es su dibujo impresionista del samurai con la espada clavada en la tierra, descansando ante una lluvia de cerezos en flor a plena luz de abril.
El recurso de hacer diverger la imagen del texto en una sincronización alterada ayuda al director a extraer del receptor una expiración distinta por cada narración o bien oída o bien visualizada. Es por ello que no será lo mismo apreciar a Nishi impertérrito frente al teléfono o, de otro modo, oir la noticia del intento de suicidio de Horibe de modo distanciado. Obligatoriamente, por aquella tendencia a la no-monotonía de lo narrado, Kitano sobresaldrá al engendrar primeros planos con una lúcida y ruda estática.
Kitano es favorecido por el espectador al conectar sensaciones que irradian pesar y decisión a la vez. Horibe, ya discapacitado, observa el mar al lado de su compañero Nishi y afirma: "Incluso casada, la gente sólo piensa en sí misma". Nishi oye conmovido. Una esposa lo espera con menos días por intentar redescubrir el romance roto, y a su lado, un hombre trata de disimular la autodestrucción. ¿No es él quien acaso rompe el ciclo larvario del marido en fracaso buscando pensar en algo que apenas da signos de vida? El personaje deberá, hasta en la proyección más fatalista, pensar igual en los demás. Frente al mar, con una suculenta sensación de amor tributante, esperará a percibir algunas leves palabras de agradecimiento.