Cuando pude apreciar por vez primera esta tremenda película de Alain Berliner, apenas tenía trece años. Y digo “tremenda” por la repercusión que –debo decir- provocó en mí. Hace más de un año he vuelto a verla (sin el incómodo doblaje de aquella vez y con una mentalidad distinta a la de aquel púber que era) y admito con zozobra el modo tenaz con que debe asumirse la tarea de ser padre o madre. Intentar ser por unas semanas aquellos desorientados Pierre o Hanna no es algo que logre tomar como una cuestión extrema de práctica o de mucha intuición. La de un persistente Lúdovic mucho menos aún. Ma vie en rose retrata a un niño, a una familia, a una sociedad, y a la larga de mostrar los “declives” de la identidad y mostrar una supuesta problemática, va mucho más allá de ello.
Lúdovic tiene siete años, un padre y una madre comprensivos y bondadosos, y unos hermanos mayores bastante normales. Un día Lúdovic descubre que desea ser una niña para poder casarse con su compañero Jerome, y vaya que dicha visión alterada del protagonista le acarreará serios inconvenientes. En un inicio, Lúdovic será comprendido por su madre y su abuela, quienes verán en estos anhelos del niño un juego de identidades que habrá de culminar pronto. Pero las inquietudes irán demostrándose de manera más explícita. Lúdovic no se despojará de sus hábitos de ponerse ropa de niña, jugar con muñecas o de insistir en su decisión de contraer matrimonio. Progresivamente estos desvíos llamarán la atención de un entorno todavía hostil que buscará alejar el perfil errado que manifiesta este niño.
A tientas, ya en los inicios de esta película, notamos una clave estandarizada de la vida familiar. Un medio social muy típico de los noventas; familias de clase media en un frio barrio casi moderno donde deberías “temer de llegar y equivocarte de casa” (en términos de la abuela). Ma vie en rose, desde sus primeras escenas (desde los créditos, incluso, mostrando planos de la mansión de la muñeca Pam) nos transporta a una ciudad de luz tenue donde todo se supone normal y debería verse así: como un globo terráqueo de colores primarios. Entre psicodelia y baladas pop del momento, aquellas fiestas de recibimiento en el barrio nos exhiben hogares muy variopintos, desde el del empresario paternalista y ultraconservador, hasta el del liberal americanizado. Planos de parejas ascendentes que desayunan, se besan, o se preparan para salir, y en las que afables maridos suben los cierres de los vestidos de sus esposas. Todo un reality expositivo de lo “normal”.
Allí, donde emerge el rito cotidiano de la existencia, la unión y la reproducción, nace el sueño de Lúdovic. Hallar un hombrecito cortés y cariñoso con el cual cumplir su deseo multicolor del matrimonio. Verse bella en la ceremonia mientras sus desposorios hacen felices a sus seres más cercanos. Una creencia llena de fortaleza y que no decaerá a lo largo de las brillantes escenas que Berliner distribuyó en los 88 minutos del largometraje. Minutos en los que se apreciará a este niño (que por mucho nos parecerá inteligente y hasta coherente) indagar e incurrir en sus constantes preguntas insatisfechas para descubrir los inconvenientes que no comprende se interponen en tal deseo fervoroso de ser pronto una niña y ser feliz casándose con un niño. Ese buscar en las leyes extrañas que los adultos manejan del mundo (“la genética y Dios”, “el matamoscas y los maricas”) permite una ligera identificación con este personaje confundido pero, pese a la adversidad, bastante persistente.
Es necesario igual incidir en el conflicto mental que termina por someter la postura del espectador. Dadas las circunstancias que atentan contra la seguridad de la educación de Lúdovic, sus padres lo asisten con una psicóloga quien, al no hallar más solución en las terapias del niño, opta por declinar en su intento de comprenderlo y reinsertarlo en el sistema heterosexual que lo repudia. “Cuando seas grande podrás decir lo que piensas”, le aconseja. Sin embargo, mientras lo lleva donde su madre no tiene otra opción que enrevesar su posición: “La vida nos da miedo. A veces es necesario un buen susto”. Nunca se sabe con seguridad quién posee mayores temores en este cuadro ambiguo, si el desbocado presente de los demás, o el sueño evasivo del pequeño Lúdovic.
Ante los duros golpes del entorno que no los acepta, la madre no tiene otra opción más que la agresión en ciertas instancias. Aún el golpe más frenético de todos: la mutilación, el rasuramiento del cabello, resulta un acto que en un momento uno no se lo aguarda como espectador (recuérdese la paliza y el corte de los cabellos en Malena de Giuseppe Tornatore).
Ma vie en rose no es un alegato contra la fantasía del mercado, creo yo. En aquellas ensoñaciones, mucho más coloridas que el mundo real y de nuestra compleja sociedad, halla Lúdovic el último espacio de realización de su vida, así, en un brillante rosa de plástico. El sueño de Lúdovic, es sin males ni remilgos, un sueño de muñecas. Donde la fatídica obsesión de violencia no penetra, donde la atenuación del color no se presenta, allí, en la fluorescente mansión de una muñeca mágica, se halla el último lugar de concordia donde guarecerse.
Reflejo de un sólido guión, con actuaciones más que buenas, y un montaje y fotografía excelentes, esta primera obra de Berliner promete abrir buenos caminos para este tipo de cine, que desfigura los códigos morales y sociales disponiéndolos a una evaluación concreta en la que el espectador es motivado por la puesta en escena de un itinerario más que psicológico del recorrido sexual y la permanencia de la individualidad.