La fina y radiante muñeca que decoraba el esquinero de nuestro teléfono perdió la cabeza hace varios meses. Mis torpes movimientos con el celular le ocasionaron un triste final en el tacho de la basura. Quizás triste para mí ya que –muy en el fondo- le guardaba cierto respeto a esa afrancesada dama de yeso. Pero por parte de mi madre, supongo que no. Y traigo, pues, a colación esta anécdota hogareña dada la segunda lectura que hice de La mujer rota, obra de una gran dama, no afrancesada sino muy francesa, llamada Simone de Beauvoir.
El episodio sencillo del varón rompiendo a una estática efigie femenina es más que suficiente para generar una fórmula con la cual expandirse por este relato tripartito de la señora Beauvoir. Comprometida pues temática y socialmente con la condición de la mujer desde los albores del siglo XX, nos hace entrar en la historia de tres personajes –acaso alguna narración más amplia y ostentosa que otra- que representan las distintas escenas de una tragedia universal.
Iniciado por el relato “La edad de la discreción”, el texto sabe ingresar en la mente del lector con pulcritud y sapiencia conceptual, en tanto desea estallar el cuestionamiento del progreso histórico de los géneros en la sociedad: “¿Mi reloj está parado? No. Pero las agujas no dan la sensación de girar”. Para este caso, la autora aborda el tema de la senectud. En un proceso de contiendas sociales y de compromiso político hacia los países tercermundistas asolados por la guerra fría, el personaje principal de “La edad de la discreción” se rebela ante la declinación del pensamiento ilustrado de la juventud que no halla un modo de sobrellevar el descontento global. “¿Qué hacer cuando el mundo se ha descolorido?” –se cuestiona esta vigorosa pero agotada mujer de avanzada edad-, “Matar el tiempo” –supone además con la revelación de que este mundo “decromatizado” es un símbolo tenaz de quiebre para los propios vínculos familiares.
Entre la ensamblada crítica que posee este relato hacia los intelectuales de la época de protestas en Francia, y que Beauvoir retoma en otra novela acaso más autobiográfica (Los mandarines), estos personajes distanciados adelantan un síntoma totalizador para los siguientes dos relatos por los cuales la mujer y su status de soledad habrá de conllevar al análisis sobre la ruptura… sobre la rotura en esta mujer de la nueva centuria.
Y es que entre el siguiente testimonio, que es bien definido por su título –“Monólogo”-, y el precedente a éste podría conectarse una frase austera pero brusca y demostrativa: “La tierra existe como una vasta hipótesis que ya NO verifico”. En este periodo de lectura la autora indagará desde la subjetividad que le otorga el grito gutural de una mujer completamente sola; en el caos de una ciudad bulliciosa y dinámica como la sociedad que se corrompe o evoluciona, el drama de esta mujer se explicita con un lenguaje abyecto y puntiagudo desde el despojo que ha sufrido de sus hijos por parte de su marido. Narrado frenéticamente (evitando la puntuación), el monólogo de Muriel –personaje bastante ambiguo y azaroso en su desesperación- recrea una atmósfera de evasiva depresión donde el lenguaje como única arma de desahogo sólo demuestra al receptor a una sombra borrosa más en este, ya descrito, mundo descolorido: “[…] una se vuelve apta para la jaula confiesa todo lo verdadero y lo falso que con eso no cuenten tengo una fuerte naturaleza no podrán conmigo […] ¿qué aspecto tiene una en las playas, en los casinos si no tiene un hombre al lado? […] yo estaba hecha para otro planeta, me equivoqué de destino.”
En medio del desgarro y la inconformidad del sino femenino y el mutismo masculino (“el teléfono no acerca confirma las distancias”), la respuesta del personaje se define así como esgrime su refugio final en una única traza: Dios.
Para el encuentro con una mayor gama de conclusiones e ideas, Beauvoir remata este conjunto arquitectónico verbal que es La mujer rota con un relato final, a modo de diario, y que otorga título al libro. En “La mujer rota”, Monique pone a flote las circunstancias que destinan a estas mujeres implicadas en la absorción de sus vidas por la constante pregunta: Y el mundo, ¿qué? Escrito con una sutil emoción cotidiana, este largo cuento es también elevado al nivel del testimonio pasajero sobre la concreción del rol impuesto. Monique describe, como una tiza pulcra y eficiente, el camino de una sociedad infante y duplicada que camina de a dos y que se ve a sí misma a lo lejos bifurcar y desbordarse. Hallamos como receptores de un surgimiento global un inicio virtuoso, una impresión de equilibrio, y un desequilibrio o separación finalmente. Así nos da la cara este personaje que opta por afrontar un comienzo pero no un final de dichas dimensiones: “Lunes, 13 de setiembre […] Va a caer la noche pero el atardecer está todavía templado. Es uno de esos instantes conmovedores en que la tierra está tan de acuerdo con los hombres que parece imposible que todos no sean felices”. Fiel al tema del matrimonio –o unión- como metáfora del progreso social, junto a los adversos climas que lo deterioran y producen la separación, Simone de Beauvoir se conduce a evaluar desde su óptica el devenir histórico y el oleaje que ha definido la situación del segundo sexo.
Monique, en respuesta a la infidelidad de su marido, mantiene firme confianza en sí y en la constancia de registrar todo este declive del mundo compartido que llevaba –en el que penetra una extraña- para sobrellevar ahora el caos que implica un mundo cambiante que definía un concepto de “unión”, para finalmente decidir qué arma manipular o qué paso tener que asumir con lamentación. Mientras intenta en una ocasión dar el mismo golpe al sistema de géneros que su marido dio, invitando a otro hombre a casa, sólo consigue confrontar una culpa inusitada y además, por una torpeza circunstancial de este, tener que ver con pena la muñeca que poseía con su marido tristemente rota por el suelo.
Veámoslo así: un retroceso cronológico… una civilización reveladora que fue el Egipto… una estatuilla con valor de época… una época que admitía una cierta dualidad… una mujer que aprecia esta efigie adquirida dualmente… una estatuilla con el “pie adelantado del progreso” herida ahora por una rotura temporal. Monique sufre, se automedica con drogas, musita a medias tintas, se replica a sí misma, se repliega ante las críticas de su hija menor; en el desorden de la existencia sólo encuentra momentos de juicio en los que valores impuestos la hacen detener sus pensamientos y quitarles fortaleza: “[…] ¿por qué levantar un brazo, por qué poner un pie delante de otro?”. La rabia contenida ante la injusticia y la separación de los seres queridos en una mujer senil o la misma Muriel descontrolada ante el hartazgo de la modernidad, pueden sumarse a este deterioro moral y afectivo que, en conjunción, nos dan un esquema de intensidad posiblemente leído así:
“Tengo miedo”. Y sucede que la señora Beauvoir concluye de tal modo su texto -con la frase más enérgica que se le ocurriría a cualquier individuo ante el rotundo desespero del oscurecimiento de una sala o el ingreso de un desconocido por arrebatar algo-, que la reflexión se reinserta a todo innegablemente. Es el miedo de confrontar la culpa, de reunir el aliento permisible y vociferar; concebir la energía negada o liberar a los ensombrecidos argumentos propios a los que la lógica y el poder rehuyen. “El mundo es un magma y no tengo ya contornos”, dice esta fémina europea agotada de su constante angustia. El provenir se halla detrás de una oscura puerta por donde se debe atravesar con temor. “No hay elección”, responde a sus personajes la autora misma, que se autodescribe y funge de espejo nítido para estos acaso también agotados y quebrantados lectores.