29 de agosto de 2009

La felicidad de la rutina

La animación conocida como stop-motion, cuyos orígenes parten desde el nacimiento del montaje cinematográfico, adquiere gran popularidad dadas las propuestas de realizadores acuciosos en la exploración de la imagen y en la temática de estos filmes, muchas veces de corte pintoresco. Pronto, y gracias a la impronta de animadores del viejo mundo a comienzos de nuestra centuria, figuras como la de Tim Burton o Jan Svankmajer destacarán en los trabajos de dirigir las hazañas, toma por toma, de estas marionetas altamente elaboradas, inmersas en historias más que fascinantes. Es, en esta ocasión, el trabajo Jan Balej el cual reseñaré a propósito de su más reciente filme Una noche en una ciudad (Jedné noci v jednom městě) del año 2007, la cual indaga en las conductas y hábitos extravagantes de varios personajes mediante una narración sugestiva y en torno a una ciudad anónima.
Esta película se halla estructurada en varios apartados o cortometrajes, en los cuales cada azarosa experiencia humana (y no humana) se desenvolverá intrincadamente en los recovecos de esta urbe, supuestamente en la región checa. Empleo tal término dada la naturaleza confusa y muy notoriamente rutinaria que demuestran dichos rituales cotidianos en cada individuo que habita estos oscuros rincones memorables. En tanto para su abordaje, el autor manipula un toque de color y uno clásicamente penumbroso para conseguir este clima ambiguamente feliz. La felicidad de la rutina resulta, aún en lo dificultoso de la comprensión inicial, un momento de goce o de inescrutable juego.
Así pues, un nostálgico hombrecillo viste de cazador, monta su miniaturizado jardín de bosque, finge los sonidos de las aves y hasta viste al perro de oso gris para preservar este tópico ideal de locus amoenus; un sujeto entrado en años controla religiosamente una parafernalia de elementos metálicos para jugar con insectos muertos en un mini circo como del que solía mofarse Charlot en Candilejas; un drogadicto de aspecto desaliñado atrae a las nunca inacabables hormigas del corredor para inhalarlas junto a la droga en polvo, o la propia alucinación magnetizante de un árbol antropomorfizado que practica una vida urbana y modesta y que, como muchos en el devenir propio de las estaciones, también se enamora, se frustra y se deprime.

Balej, haciendo alarde de un estilo lleno de una absoluta libertad creativa, profesa en este trabajo una artificiosidad por elaborar escenas psicológicas renuentes a la lógica secuencial. Con un límpido material de montaje, desde las marionetas, hasta el adosamiento espacial, el director crea atmósferas grises donde se interrelacionan de manera tímida y lacónica diversos personajes entre citadinos y rurales con un matiz muy retrospectivo: hombres y mujeres que guardan una indumentaria apastelada y que demuestran explícitamente una raigambre de detenimiento. A caballo entre la memoria o el acto alucinante de la creación, Balej puede caernos con una escena suculenta entre adivinación, ritual mágico, o un exquisito acto de cortejo. La rutina nos hace desconocidos y enigmáticos, pero no repugnantes. Observar la desbordante cuadrícula de espacios y actos en un inicio inconexos es para el espectador trasladarse sigilosamente al espacio alucinógeno de un Lynch o al mundo particular e insano de un íntimo Vincent van Gogh. Y en el sosiego de este clasicismo desbordante, el autor captura rituales evasivos y hasta hippies de seres que rozan resignados la modernidad pero sumidos por el sueño de un limitado pero esplendoroso amanecer que se fue.
Es de admitir que la película, en sus minutos nada adormecedores, escala en escenas aún más ricas en efecto, movimiento y climas concretos, pero que no por ello habrán de ser de desarrollos más logrados narrativamente con el transcurrir de las secuencias. Escenas enternecedoras y dignas de admiración las hay, pero existen algunas que no culminan con un sabor de agrado o de completitud.



Atraído por altos referentes de las filmografías de David Lynch, Federico Fellini o Vincente Minelli, el director checo se aproxima y enriquece, pese a desequilibrios en el filme, a la animación en stop-motion, y a la vez transmite sensaciones y espasmos visuales que valen la pena experimentar para comprender un poco las rutas de esta categoría cinematográfica aún permanente y heredera del montaje efectista desde los principios del sétimo arte.


[Nota] Para descargar la película, pueden hacerlo bajando el archivo dividido en 8 partes desde aquí. Mucha paciencia, y provecho.

15 de agosto de 2009

Nadie entrega a cambio de nada

Hiperbólica fue mi experiencia visual cuando tuve la oportunidad de ver el trabajo del canadiense Atom Egoyan en Exotica, del año 1994. Desde los créditos iniciales hasta la escena más silenciosa y desorientadora para el espectador, no existe otra sensación más latente que la necesidad de alejar la idea de finitud, de la muerte. Exotica no es un filme como otros. No está totalmente anclado en la realidad de los bajos fondos de neón, pero tampoco asume la evasión absolutamente. Atravesando por rincones furtivos donde podría ocultarse una mirada voyeurista, Egoyan intenta dar cuenta del hábitat mórbido y gótico del que hacen lujo sus tímidos personajes.
Pero mejor vayamos sin prisa. Exotica desea exhibirnos a un conjunto, un colectivo. En la desnudez y la desasosegada acción de la imagen Egoyan nos los plantea como elementos de laboratorio, para hurgar y comprender como si delante de un microscopio nos hallásemos. Pero esto resultará un poco difícil para el espectador desde los inicios hasta que este hermetismo se libera en las escenas finales. Se nos hace partícipes de la desventura y la frustración de un contador maduro llamado Francis, pero poco sabremos de él, solo que en algún momento de su vida estuvo casado y que, como en un ritual de permanencia, asiste religiosamente al club nocturno Exotica sólo para apreciar a la bella y joven Cristina. Pero, desde otro punto de observación, Eric, el animador de este club, complejamente comprometido con la dueña Zoe, no ve con buenos ojos esta extraña relación que a Cristina no llega a intimidar, por lo que escudriña en los hábitos de Francis en el local, hasta llegar a incitarlo a que toque a la bailarina en algún momento prometiéndole que habrá de gustarles a ambos ese primer contacto (el cual está prohibido como regla principal en el lugar).
Grosso modo, este pequeño conflicto de elementos partícipes, observadores-observados genera una tensión que Egoyan aprovecha con un estilo básico de proyección para ahondar en estas extrañas figuras que tras el aparatoso serpenteo del baile, la nostalgia de la mirada, o el temor al más mínimo contacto nos deparan una ambigua pero significativa sorpresa.

De esta manera se va descubriendo este caprichoso desenvolvimiento formal en el director: perdiéndose en el caos mismo del temor, en la dubitación constante. Exotica posee en su interior espejos por los que Eric, su cuasi-gobernador-voyeurista, observa las naturalezas impávidas de muchos hombres, pero que quizás demuestren la transparencia con la cual el interior lóbrego del lugar los representa aún con las tenues luces y los cuerpos desnudos moviéndose y resplandeciendo. En definitiva, el apreciar estas imágenes, unas detrás de otras, debería resultar un maleficio erotizante para nuestra lectura, pero se termina percibiendo un viaje en el que nada es absolutamente comprensible.
Exotica y el laboratorio del ambivalente y lacónico Thomas se tornan arquetipos carcelarios donde forzosamente se postra la mirada: dos espacios en los que tanto este último como Eric hurgan y someten visualmente a estas especies en su pleno hábitat y a la tensión de estos cuerpos, en códigos extra-formales que hacen enrevesar la lectura del espacio pero que no por ello evitan el goce simbólico. Es, pues, en este genuino espacio lleno de sonidos guturales (elección certera la de la voz de Leonard Cohen), donde merodean individuos que ofrecen –en un desembolso constante y sintomático de billetes- así como individuos que responden en una entrega simultánea por olvidar o desapercibir muchísimo, incluso la muerte.

En este bursatil acto de comprar sensaciones sublimes, Egoyan evapora la sensiblería o la morbidez de las manías para explorar en esta película el habitat urbano y psicológico más allá de lo sintomático, o incluso más allá de lo vivencial, sometiendo a manera deconstructivista las reglas de un juego colectivo en el cual el dolor o el miedo generan extraños hábitos de permanencia y de imposición. En un acercamiento a las propuestas de directores como Cronenberg o Lynch, el cineasta canadiense detiene caprichosamente a ciertos individuos atemorizados por la duda ante la inexorable continuidad del vivir, y frente a esta realidad extrema del intercambio monetario y el del "entregar sólo por algo a cambio" es que reune discursos alternos y complejos dentro de un espacio oscuro para dar cabida a un potente trabajo hipnótico y psico-social.
Para los fanáticos del laureado Cohen, Everybody knows es un guiño formal repetitivo y que mil veces habrá de ser tan suculento como el primer acompañamiento en la escena de Mia Kirshner azotando su cabellos y vestidos de colegiala contra el viento. "Todo el mundo sabe", la clave inamovible que nos repite con retozos y cuestionamientos cada personaje movedizo o melancólico de esta torrencial propuesta cinematográfica. "Todo el mundo sabe", formula Egoyan desde la siempre ruda voz de Cohen.

5 de agosto de 2009

El sueño de las muñecas

Cuando pude apreciar por vez primera esta tremenda película de Alain Berliner, apenas tenía trece años. Y digo “tremenda” por la repercusión que –debo decir- provocó en mí. Hace más de un año he vuelto a verla (sin el incómodo doblaje de aquella vez y con una mentalidad distinta a la de aquel púber que era) y admito con zozobra el modo tenaz con que debe asumirse la tarea de ser padre o madre. Intentar ser por unas semanas aquellos desorientados Pierre o Hanna no es algo que logre tomar como una cuestión extrema de práctica o de mucha intuición. La de un persistente Lúdovic mucho menos aún. Ma vie en rose retrata a un niño, a una familia, a una sociedad, y a la larga de mostrar los “declives” de la identidad y mostrar una supuesta problemática, va mucho más allá de ello.
Lúdovic tiene siete años, un padre y una madre comprensivos y bondadosos, y unos hermanos mayores bastante normales. Un día Lúdovic descubre que desea ser una niña para poder casarse con su compañero Jerome, y vaya que dicha visión alterada del protagonista le acarreará serios inconvenientes. En un inicio, Lúdovic será comprendido por su madre y su abuela, quienes verán en estos anhelos del niño un juego de identidades que habrá de culminar pronto. Pero las inquietudes irán demostrándose de manera más explícita. Lúdovic no se despojará de sus hábitos de ponerse ropa de niña, jugar con muñecas o de insistir en su decisión de contraer matrimonio. Progresivamente estos desvíos llamarán la atención de un entorno todavía hostil que buscará alejar el perfil errado que manifiesta este niño.

A tientas, ya en los inicios de esta película, notamos una clave estandarizada de la vida familiar. Un medio social muy típico de los noventas; familias de clase media en un frio barrio casi moderno donde deberías “temer de llegar y equivocarte de casa” (en términos de la abuela). Ma vie en rose, desde sus primeras escenas (desde los créditos, incluso, mostrando planos de la mansión de la muñeca Pam) nos transporta a una ciudad de luz tenue donde todo se supone normal y debería verse así: como un globo terráqueo de colores primarios. Entre psicodelia y baladas pop del momento, aquellas fiestas de recibimiento en el barrio nos exhiben hogares muy variopintos, desde el del empresario paternalista y ultraconservador, hasta el del liberal americanizado. Planos de parejas ascendentes que desayunan, se besan, o se preparan para salir, y en las que afables maridos suben los cierres de los vestidos de sus esposas. Todo un reality expositivo de lo “normal”.

Allí, donde emerge el rito cotidiano de la existencia, la unión y la reproducción, nace el sueño de Lúdovic. Hallar un hombrecito cortés y cariñoso con el cual cumplir su deseo multicolor del matrimonio. Verse bella en la ceremonia mientras sus desposorios hacen felices a sus seres más cercanos. Una creencia llena de fortaleza y que no decaerá a lo largo de las brillantes escenas que Berliner distribuyó en los 88 minutos del largometraje. Minutos en los que se apreciará a este niño (que por mucho nos parecerá inteligente y hasta coherente) indagar e incurrir en sus constantes preguntas insatisfechas para descubrir los inconvenientes que no comprende se interponen en tal deseo fervoroso de ser pronto una niña y ser feliz casándose con un niño. Ese buscar en las leyes extrañas que los adultos manejan del mundo (“la genética y Dios”, “el matamoscas y los maricas”) permite una ligera identificación con este personaje confundido pero, pese a la adversidad, bastante persistente.

Es necesario igual incidir en el conflicto mental que termina por someter la postura del espectador. Dadas las circunstancias que atentan contra la seguridad de la educación de Lúdovic, sus padres lo asisten con una psicóloga quien, al no hallar más solución en las terapias del niño, opta por declinar en su intento de comprenderlo y reinsertarlo en el sistema heterosexual que lo repudia. “Cuando seas grande podrás decir lo que piensas”, le aconseja. Sin embargo, mientras lo lleva donde su madre no tiene otra opción que enrevesar su posición: “La vida nos da miedo. A veces es necesario un buen susto”. Nunca se sabe con seguridad quién posee mayores temores en este cuadro ambiguo, si el desbocado presente de los demás, o el sueño evasivo del pequeño Lúdovic.

Ante los duros golpes del entorno que no los acepta, la madre no tiene otra opción más que la agresión en ciertas instancias. Aún el golpe más frenético de todos: la mutilación, el rasuramiento del cabello, resulta un acto que en un momento uno no se lo aguarda como espectador (recuérdese la paliza y el corte de los cabellos en Malena de Giuseppe Tornatore).

Ma vie en rose no es un alegato contra la fantasía del mercado, creo yo. En aquellas ensoñaciones, mucho más coloridas que el mundo real y de nuestra compleja sociedad, halla Lúdovic el último espacio de realización de su vida, así, en un brillante rosa de plástico. El sueño de Lúdovic, es sin males ni remilgos, un sueño de muñecas. Donde la fatídica obsesión de violencia no penetra, donde la atenuación del color no se presenta, allí, en la fluorescente mansión de una muñeca mágica, se halla el último lugar de concordia donde guarecerse.
Reflejo de un sólido guión, con actuaciones más que buenas, y un montaje y fotografía excelentes, esta primera obra de Berliner promete abrir buenos caminos para este tipo de cine, que desfigura los códigos morales y sociales disponiéndolos a una evaluación concreta en la que el espectador es motivado por la puesta en escena de un itinerario más que psicológico del recorrido sexual y la permanencia de la individualidad.