"El hombre en nueve meses de su vida puede pensar en muchas cosas que van de la más elevada especulación filosófica al rastrero anhelo de un plato de sopa."
Es ésta sólo una minucia de muchas afirmaciones que me encontré con emoción al leer de modo pausado el texto Ernesto Che Guevara. Mi primer gran viaje, un libro de memorias, llámesele más oportunamente diario, en el cual este personaje, ahora consagrado en la nueva historia de América Látina, ha impregnado sensaciones vivas de ésas que nos invaden durante la juventud y en adelante. Y es que se puede ser joven más de lo previsto si no cercenamos estas actitudes y concepciones que, mal no está afirmar, nos hacen inmortales ante el perenne proceder histórico.
Me ha sido de un gran placer decodificar estas vivencias de meses como un extenso itinerario submarino de Julius Verne o como una sagrada épopeya india, obvio, sin querer menospreciar toda expresión corolaria humana. Estas notas de viaje ayudan a comprender una mentalidad en formación de modo paulatino, aquel vínculo cultural obligado que desea mostrar Ernesto mediante experiencias continuas, el abandono de un entorno, el ingreso a otro adverso, cruel por donde se quiera interpretar, y que intentará asimilar y registrar para en un futuro aplicar y teorizar como hombre de hechos y de sensibilidad. Es esto lo primero que podríamos inferir de tanta confesión y desahogo, pues es notorio que ante un viaje de ocho meses, en compañía de un incondicional y apoyado fundamentalmente de una problemática y fiel motocicleta, la necesidad calaría también en este personaje allegado cada vez más a dolores y carencias universales.
Es necesario explicar la familiaridad que uno entabla con el texto, pues en las cualidades del diario y en la coloquialidad del autor uno halla una suerte de ADHESIÓN a las palabras, inundantes, atrayentes en cada línea: en conjunción, una puerta desconocida que guarda recuerdos de nuestras insospechadas debilidades de seres humanos en medio de la barbarie detonante llamada REALIDAD. Es quizás el valor agregado que rodea a este texto, el calor que no mengua ninguna de las confesiones y hasta chiquilladas a las que incurrían Ernesto y, sobretodo su compañero de viaje y gran amigo, Alberto Granado, con el objetivo de escapar de una situación de hambruna. Leo con simpatía en los inicios del Diario:
"El pan tenía un sabor de advertencia: “Dentro de poco te costará comerme, viejo”. Y lo tragábamos con más gana; como los camellos, queríamos hacer acopio para lo que viniera."
Es notoria la urgencia de reconocimiento que muestra cada capítulo del diario, copiosamente amalgamado de personajes anónimos en cada ciudad recorrida, cuyo registro abocó ocho meses de impudicias y galanteos juveniles por tierras variopintas de Sudamérica, desventuras y caídas por las carreteras desgastadas del populoso subcontinente de los cincuentas que ofreció durantes largas semanas de penurias y friajes la promesa de aprendizaje para estos dos estudiantes practicantes, henchidos de ideas políticas de izquierda. Destacan de tal modo, con gustoso compromiso por parte del autor, estas ansias de reconocimiento del que entra en las insondables limitaciones de la adultez, y más aún, enfrentándose a la renovada experiencia de asumir tierras baldías y misérrimas como las propias.
La primera parte del libro es una sabrosa descripción de esta reciente experiencia para un hombre apenas llegado a los a los 22 años y que de pronto necesita reconocerse o ubicarse en aquella alteridad de la que el hombre contemporáneo huye. Ernesto aprecia el dolor del hombre andino, el rostro anónimo del enfermo, del leproso, del necesitado, del ser humano per se como en un espejo: siempre requerimos de ver algo en nosotros, algo que está lejos de nuestras manos, pero muy cerca del otro. En este tipo de especulaciones se zambuye para expresarlo en doscientas páginas de reflexiones y reflexiones. Ciertamente este hombre, que luego pasaría a confrontar batallas más frontales con la hostil realidad, no sólo se sumergía en sus elucubraciones sin extrapolar lo que él percibía del resto. El Che contrastó sus ideas haciendo también de este viaje un recorrido por los idearios histórico-políticos de muchos hombres que, como él hizo posteriormente, emplearon también la tinta y el papel como un medio de lucha. Un caso ejemplar, además de la conocida influencia que tuvieron sobre él las ideas de José Carlos Mariátegui, es la paráfrasis que hace del Inca Garcilaso intentando alimentar a sus itinerarios transcritos de una explicación subordinada al saber antiguo del escencial cronista:
"Al llegar los españoles como conquistadores a la región, trataron inmediatamente de extirpar esa creencia y destruir el rito [el de ofrendar el indio una piedra símbolo de sus penurías a la Pachamama], con resultados nulos; los frailes decidieron entonces “correrlos para el lado que disparan” y pusieron una cruz en la punta de la pirámide. Esto sucedió hace cuatro siglos (ya lo narra Garcilaso de la Vega), y a juzgar por el número de indios que se persignaron, no fue mucho lo que ganaron los religiosos. El adelanto de los medios de transporte ha hecho que los fieles reemplacen la piedra por el escupitajo de coca, donde sus penas adheridas van a quedarse con la Pachamama."
Tan igual como esta expresión, el Che demuestra un gran cariño por el Perú durantes estas andanzas, en específico durante los meses de marzo hasta junio antes de partir a Colombia y Venezuela en donde concluirían sus primeras peripecias por el continente. Queda, de igual modo, una gran insistencia en relación a la situación de explotación del hombre andino rural. Dice en el capítulo Tarata, el mundo nuevo:
"A las cinco de la tarde nos paramos a descansar, mientras observamos indiferentemente la silueta de un camión que se va acercando; como siempre, se dedicará al transporte del ganado humano, que es el negocio que más da. [...] Los personajes, ataviados en la misma forma original que los del camión, están ahora en su escenario natural; visten un ponchito de lana ordinaria, de colores tristes, un pantalón ajustado que sólo llega a media pierna y unas ojotas de cáñamo o cubierta vieja de automóvil. [...] Sus miradas son mansas, casi temerosas y completamente indiferentes al mundo externo. Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una constumbre que no se pueden quitar de encima."
Sus descripciones en el capítulo posterior llamado Cuzco a secas culminan de la manera en que líneas antes describen al mismo indio que padece y que, a pesar de insertarse en un medio social de tipo local, igual padece y resiste:
"Las facciones semiindígenas del encargado y sus ojos brillantes de entusiasmo y de fe en el porvenir es otra de las piezas del museo, pero de un museo vivo, mostrando una raza que aún lucha por su individualidad."
Es indispensable recurrir a este fuente inicial dentro de la obra intelectual del Che Guevara si se desea emprender una lúcida y ordenada ruta por los subterfugios de su pensamiento a lo largo de su activa vida política, además de poder así hallar las razones y los alicientes que fueron motivando su futuro vínculo con las ideas reivindicativas del siglo XIX y XX, y por qué en la actualidad se le considera un personaje emblemático de éstas. Es obvio que todo lo plasmado aquí conlleva, en lo personal, a una segunda revisión de estos textos juveniles, y a reanudar el análisis de mayor bibliografía relacionada directamente con el autor de interés. Autor lo suficientemente consecuente, claro, para ser debatido como portador de ideas políticas y como actor de cambio y de ejecución; algo que no se realizó en esta reseña por no tener entre las manos un testimonio de su autoría lo sustancialmente consolidado.
Quien redacta todo esto se abocará a la labor de revisar con mayor tesón la bibliografía antes mencionada para retomar este tema que, bien deseo que quede aseverado y entendido, conviene detallar por no solamente tratarse de un ente propulsor de ideas equitativas, sino por tratarse de un consecuente actor con miras de renovación y sensibilidad en nuestra desgastada América Latina.