30 de octubre de 2009

¿Qué hacer cuando el mundo se ha descolorido?

La fina y radiante muñeca que decoraba el esquinero de nuestro teléfono perdió la cabeza hace varios meses. Mis torpes movimientos con el celular le ocasionaron un triste final en el tacho de la basura. Quizás triste para mí ya que –muy en el fondo- le guardaba cierto respeto a esa afrancesada dama de yeso. Pero por parte de mi madre, supongo que no. Y traigo, pues, a colación esta anécdota hogareña dada la segunda lectura que hice de La mujer rota, obra de una gran dama, no afrancesada sino muy francesa, llamada Simone de Beauvoir.
El episodio sencillo del varón rompiendo a una estática efigie femenina es más que suficiente para generar una fórmula con la cual expandirse por este relato tripartito de la señora Beauvoir. Comprometida pues temática y socialmente con la condición de la mujer desde los albores del siglo XX, nos hace entrar en la historia de tres personajes –acaso alguna narración más amplia y ostentosa que otra- que representan las distintas escenas de una tragedia universal.
Iniciado por el relato “La edad de la discreción”, el texto sabe ingresar en la mente del lector con pulcritud y sapiencia conceptual, en tanto desea estallar el cuestionamiento del progreso histórico de los géneros en la sociedad: “¿Mi reloj está parado? No. Pero las agujas no dan la sensación de girar”. Para este caso, la autora aborda el tema de la senectud. En un proceso de contiendas sociales y de compromiso político hacia los países tercermundistas asolados por la guerra fría, el personaje principal de “La edad de la discreción” se rebela ante la declinación del pensamiento ilustrado de la juventud que no halla un modo de sobrellevar el descontento global. “¿Qué hacer cuando el mundo se ha descolorido?” –se cuestiona esta vigorosa pero agotada mujer de avanzada edad-, “Matar el tiempo” –supone además con la revelación de que este mundo “decromatizado” es un símbolo tenaz de quiebre para los propios vínculos familiares.
Entre la ensamblada crítica que posee este relato hacia los intelectuales de la época de protestas en Francia, y que Beauvoir retoma en otra novela acaso más autobiográfica (Los mandarines), estos personajes distanciados adelantan un síntoma totalizador para los siguientes dos relatos por los cuales la mujer y su status de soledad habrá de conllevar al análisis sobre la ruptura… sobre la rotura en esta mujer de la nueva centuria.
Y es que entre el siguiente testimonio, que es bien definido por su título –“Monólogo”-, y el precedente a éste podría conectarse una frase austera pero brusca y demostrativa: “La tierra existe como una vasta hipótesis que ya NO verifico”. En este periodo de lectura la autora indagará desde la subjetividad que le otorga el grito gutural de una mujer completamente sola; en el caos de una ciudad bulliciosa y dinámica como la sociedad que se corrompe o evoluciona, el drama de esta mujer se explicita con un lenguaje abyecto y puntiagudo desde el despojo que ha sufrido de sus hijos por parte de su marido. Narrado frenéticamente (evitando la puntuación), el monólogo de Muriel –personaje bastante ambiguo y azaroso en su desesperación- recrea una atmósfera de evasiva depresión donde el lenguaje como única arma de desahogo sólo demuestra al receptor a una sombra borrosa más en este, ya descrito, mundo descolorido: “[…] una se vuelve apta para la jaula confiesa todo lo verdadero y lo falso que con eso no cuenten tengo una fuerte naturaleza no podrán conmigo […] ¿qué aspecto tiene una en las playas, en los casinos si no tiene un hombre al lado? […] yo estaba hecha para otro planeta, me equivoqué de destino.”
En medio del desgarro y la inconformidad del sino femenino y el mutismo masculino (“el teléfono no acerca confirma las distancias”), la respuesta del personaje se define así como esgrime su refugio final en una única traza: Dios.
Para el encuentro con una mayor gama de conclusiones e ideas, Beauvoir remata este conjunto arquitectónico verbal que es La mujer rota con un relato final, a modo de diario, y que otorga título al libro. En “La mujer rota”, Monique pone a flote las circunstancias que destinan a estas mujeres implicadas en la absorción de sus vidas por la constante pregunta: Y el mundo, ¿qué? Escrito con una sutil emoción cotidiana, este largo cuento es también elevado al nivel del testimonio pasajero sobre la concreción del rol impuesto. Monique describe, como una tiza pulcra y eficiente, el camino de una sociedad infante y duplicada que camina de a dos y que se ve a sí misma a lo lejos bifurcar y desbordarse. Hallamos como receptores de un surgimiento global un inicio virtuoso, una impresión de equilibrio, y un desequilibrio o separación finalmente. Así nos da la cara este personaje que opta por afrontar un comienzo pero no un final de dichas dimensiones: “Lunes, 13 de setiembre […] Va a caer la noche pero el atardecer está todavía templado. Es uno de esos instantes conmovedores en que la tierra está tan de acuerdo con los hombres que parece imposible que todos no sean felices”. Fiel al tema del matrimonio –o unión- como metáfora del progreso social, junto a los adversos climas que lo deterioran y producen la separación, Simone de Beauvoir se conduce a evaluar desde su óptica el devenir histórico y el oleaje que ha definido la situación del segundo sexo.
Monique, en respuesta a la infidelidad de su marido, mantiene firme confianza en sí y en la constancia de registrar todo este declive del mundo compartido que llevaba –en el que penetra una extraña- para sobrellevar ahora el caos que implica un mundo cambiante que definía un concepto de “unión”, para finalmente decidir qué arma manipular o qué paso tener que asumir con lamentación. Mientras intenta en una ocasión dar el mismo golpe al sistema de géneros que su marido dio, invitando a otro hombre a casa, sólo consigue confrontar una culpa inusitada y además, por una torpeza circunstancial de este, tener que ver con pena la muñeca que poseía con su marido tristemente rota por el suelo.
Veámoslo así: un retroceso cronológico… una civilización reveladora que fue el Egipto… una estatuilla con valor de época… una época que admitía una cierta dualidad… una mujer que aprecia esta efigie adquirida dualmente… una estatuilla con el “pie adelantado del progreso” herida ahora por una rotura temporal. Monique sufre, se automedica con drogas, musita a medias tintas, se replica a sí misma, se repliega ante las críticas de su hija menor; en el desorden de la existencia sólo encuentra momentos de juicio en los que valores impuestos la hacen detener sus pensamientos y quitarles fortaleza: “[…] ¿por qué levantar un brazo, por qué poner un pie delante de otro?”. La rabia contenida ante la injusticia y la separación de los seres queridos en una mujer senil o la misma Muriel descontrolada ante el hartazgo de la modernidad, pueden sumarse a este deterioro moral y afectivo que, en conjunción, nos dan un esquema de intensidad posiblemente leído así:

“Tengo miedo”. Y sucede que la señora Beauvoir concluye de tal modo su texto -con la frase más enérgica que se le ocurriría a cualquier individuo ante el rotundo desespero del oscurecimiento de una sala o el ingreso de un desconocido por arrebatar algo-, que la reflexión se reinserta a todo innegablemente. Es el miedo de confrontar la culpa, de reunir el aliento permisible y vociferar; concebir la energía negada o liberar a los ensombrecidos argumentos propios a los que la lógica y el poder rehuyen. “El mundo es un magma y no tengo ya contornos”, dice esta fémina europea agotada de su constante angustia. El provenir se halla detrás de una oscura puerta por donde se debe atravesar con temor. “No hay elección”, responde a sus personajes la autora misma, que se autodescribe y funge de espejo nítido para estos acaso también agotados y quebrantados lectores.

29 de agosto de 2009

La felicidad de la rutina

La animación conocida como stop-motion, cuyos orígenes parten desde el nacimiento del montaje cinematográfico, adquiere gran popularidad dadas las propuestas de realizadores acuciosos en la exploración de la imagen y en la temática de estos filmes, muchas veces de corte pintoresco. Pronto, y gracias a la impronta de animadores del viejo mundo a comienzos de nuestra centuria, figuras como la de Tim Burton o Jan Svankmajer destacarán en los trabajos de dirigir las hazañas, toma por toma, de estas marionetas altamente elaboradas, inmersas en historias más que fascinantes. Es, en esta ocasión, el trabajo Jan Balej el cual reseñaré a propósito de su más reciente filme Una noche en una ciudad (Jedné noci v jednom městě) del año 2007, la cual indaga en las conductas y hábitos extravagantes de varios personajes mediante una narración sugestiva y en torno a una ciudad anónima.
Esta película se halla estructurada en varios apartados o cortometrajes, en los cuales cada azarosa experiencia humana (y no humana) se desenvolverá intrincadamente en los recovecos de esta urbe, supuestamente en la región checa. Empleo tal término dada la naturaleza confusa y muy notoriamente rutinaria que demuestran dichos rituales cotidianos en cada individuo que habita estos oscuros rincones memorables. En tanto para su abordaje, el autor manipula un toque de color y uno clásicamente penumbroso para conseguir este clima ambiguamente feliz. La felicidad de la rutina resulta, aún en lo dificultoso de la comprensión inicial, un momento de goce o de inescrutable juego.
Así pues, un nostálgico hombrecillo viste de cazador, monta su miniaturizado jardín de bosque, finge los sonidos de las aves y hasta viste al perro de oso gris para preservar este tópico ideal de locus amoenus; un sujeto entrado en años controla religiosamente una parafernalia de elementos metálicos para jugar con insectos muertos en un mini circo como del que solía mofarse Charlot en Candilejas; un drogadicto de aspecto desaliñado atrae a las nunca inacabables hormigas del corredor para inhalarlas junto a la droga en polvo, o la propia alucinación magnetizante de un árbol antropomorfizado que practica una vida urbana y modesta y que, como muchos en el devenir propio de las estaciones, también se enamora, se frustra y se deprime.

Balej, haciendo alarde de un estilo lleno de una absoluta libertad creativa, profesa en este trabajo una artificiosidad por elaborar escenas psicológicas renuentes a la lógica secuencial. Con un límpido material de montaje, desde las marionetas, hasta el adosamiento espacial, el director crea atmósferas grises donde se interrelacionan de manera tímida y lacónica diversos personajes entre citadinos y rurales con un matiz muy retrospectivo: hombres y mujeres que guardan una indumentaria apastelada y que demuestran explícitamente una raigambre de detenimiento. A caballo entre la memoria o el acto alucinante de la creación, Balej puede caernos con una escena suculenta entre adivinación, ritual mágico, o un exquisito acto de cortejo. La rutina nos hace desconocidos y enigmáticos, pero no repugnantes. Observar la desbordante cuadrícula de espacios y actos en un inicio inconexos es para el espectador trasladarse sigilosamente al espacio alucinógeno de un Lynch o al mundo particular e insano de un íntimo Vincent van Gogh. Y en el sosiego de este clasicismo desbordante, el autor captura rituales evasivos y hasta hippies de seres que rozan resignados la modernidad pero sumidos por el sueño de un limitado pero esplendoroso amanecer que se fue.
Es de admitir que la película, en sus minutos nada adormecedores, escala en escenas aún más ricas en efecto, movimiento y climas concretos, pero que no por ello habrán de ser de desarrollos más logrados narrativamente con el transcurrir de las secuencias. Escenas enternecedoras y dignas de admiración las hay, pero existen algunas que no culminan con un sabor de agrado o de completitud.



Atraído por altos referentes de las filmografías de David Lynch, Federico Fellini o Vincente Minelli, el director checo se aproxima y enriquece, pese a desequilibrios en el filme, a la animación en stop-motion, y a la vez transmite sensaciones y espasmos visuales que valen la pena experimentar para comprender un poco las rutas de esta categoría cinematográfica aún permanente y heredera del montaje efectista desde los principios del sétimo arte.


[Nota] Para descargar la película, pueden hacerlo bajando el archivo dividido en 8 partes desde aquí. Mucha paciencia, y provecho.

15 de agosto de 2009

Nadie entrega a cambio de nada

Hiperbólica fue mi experiencia visual cuando tuve la oportunidad de ver el trabajo del canadiense Atom Egoyan en Exotica, del año 1994. Desde los créditos iniciales hasta la escena más silenciosa y desorientadora para el espectador, no existe otra sensación más latente que la necesidad de alejar la idea de finitud, de la muerte. Exotica no es un filme como otros. No está totalmente anclado en la realidad de los bajos fondos de neón, pero tampoco asume la evasión absolutamente. Atravesando por rincones furtivos donde podría ocultarse una mirada voyeurista, Egoyan intenta dar cuenta del hábitat mórbido y gótico del que hacen lujo sus tímidos personajes.
Pero mejor vayamos sin prisa. Exotica desea exhibirnos a un conjunto, un colectivo. En la desnudez y la desasosegada acción de la imagen Egoyan nos los plantea como elementos de laboratorio, para hurgar y comprender como si delante de un microscopio nos hallásemos. Pero esto resultará un poco difícil para el espectador desde los inicios hasta que este hermetismo se libera en las escenas finales. Se nos hace partícipes de la desventura y la frustración de un contador maduro llamado Francis, pero poco sabremos de él, solo que en algún momento de su vida estuvo casado y que, como en un ritual de permanencia, asiste religiosamente al club nocturno Exotica sólo para apreciar a la bella y joven Cristina. Pero, desde otro punto de observación, Eric, el animador de este club, complejamente comprometido con la dueña Zoe, no ve con buenos ojos esta extraña relación que a Cristina no llega a intimidar, por lo que escudriña en los hábitos de Francis en el local, hasta llegar a incitarlo a que toque a la bailarina en algún momento prometiéndole que habrá de gustarles a ambos ese primer contacto (el cual está prohibido como regla principal en el lugar).
Grosso modo, este pequeño conflicto de elementos partícipes, observadores-observados genera una tensión que Egoyan aprovecha con un estilo básico de proyección para ahondar en estas extrañas figuras que tras el aparatoso serpenteo del baile, la nostalgia de la mirada, o el temor al más mínimo contacto nos deparan una ambigua pero significativa sorpresa.

De esta manera se va descubriendo este caprichoso desenvolvimiento formal en el director: perdiéndose en el caos mismo del temor, en la dubitación constante. Exotica posee en su interior espejos por los que Eric, su cuasi-gobernador-voyeurista, observa las naturalezas impávidas de muchos hombres, pero que quizás demuestren la transparencia con la cual el interior lóbrego del lugar los representa aún con las tenues luces y los cuerpos desnudos moviéndose y resplandeciendo. En definitiva, el apreciar estas imágenes, unas detrás de otras, debería resultar un maleficio erotizante para nuestra lectura, pero se termina percibiendo un viaje en el que nada es absolutamente comprensible.
Exotica y el laboratorio del ambivalente y lacónico Thomas se tornan arquetipos carcelarios donde forzosamente se postra la mirada: dos espacios en los que tanto este último como Eric hurgan y someten visualmente a estas especies en su pleno hábitat y a la tensión de estos cuerpos, en códigos extra-formales que hacen enrevesar la lectura del espacio pero que no por ello evitan el goce simbólico. Es, pues, en este genuino espacio lleno de sonidos guturales (elección certera la de la voz de Leonard Cohen), donde merodean individuos que ofrecen –en un desembolso constante y sintomático de billetes- así como individuos que responden en una entrega simultánea por olvidar o desapercibir muchísimo, incluso la muerte.

En este bursatil acto de comprar sensaciones sublimes, Egoyan evapora la sensiblería o la morbidez de las manías para explorar en esta película el habitat urbano y psicológico más allá de lo sintomático, o incluso más allá de lo vivencial, sometiendo a manera deconstructivista las reglas de un juego colectivo en el cual el dolor o el miedo generan extraños hábitos de permanencia y de imposición. En un acercamiento a las propuestas de directores como Cronenberg o Lynch, el cineasta canadiense detiene caprichosamente a ciertos individuos atemorizados por la duda ante la inexorable continuidad del vivir, y frente a esta realidad extrema del intercambio monetario y el del "entregar sólo por algo a cambio" es que reune discursos alternos y complejos dentro de un espacio oscuro para dar cabida a un potente trabajo hipnótico y psico-social.
Para los fanáticos del laureado Cohen, Everybody knows es un guiño formal repetitivo y que mil veces habrá de ser tan suculento como el primer acompañamiento en la escena de Mia Kirshner azotando su cabellos y vestidos de colegiala contra el viento. "Todo el mundo sabe", la clave inamovible que nos repite con retozos y cuestionamientos cada personaje movedizo o melancólico de esta torrencial propuesta cinematográfica. "Todo el mundo sabe", formula Egoyan desde la siempre ruda voz de Cohen.

5 de agosto de 2009

El sueño de las muñecas

Cuando pude apreciar por vez primera esta tremenda película de Alain Berliner, apenas tenía trece años. Y digo “tremenda” por la repercusión que –debo decir- provocó en mí. Hace más de un año he vuelto a verla (sin el incómodo doblaje de aquella vez y con una mentalidad distinta a la de aquel púber que era) y admito con zozobra el modo tenaz con que debe asumirse la tarea de ser padre o madre. Intentar ser por unas semanas aquellos desorientados Pierre o Hanna no es algo que logre tomar como una cuestión extrema de práctica o de mucha intuición. La de un persistente Lúdovic mucho menos aún. Ma vie en rose retrata a un niño, a una familia, a una sociedad, y a la larga de mostrar los “declives” de la identidad y mostrar una supuesta problemática, va mucho más allá de ello.
Lúdovic tiene siete años, un padre y una madre comprensivos y bondadosos, y unos hermanos mayores bastante normales. Un día Lúdovic descubre que desea ser una niña para poder casarse con su compañero Jerome, y vaya que dicha visión alterada del protagonista le acarreará serios inconvenientes. En un inicio, Lúdovic será comprendido por su madre y su abuela, quienes verán en estos anhelos del niño un juego de identidades que habrá de culminar pronto. Pero las inquietudes irán demostrándose de manera más explícita. Lúdovic no se despojará de sus hábitos de ponerse ropa de niña, jugar con muñecas o de insistir en su decisión de contraer matrimonio. Progresivamente estos desvíos llamarán la atención de un entorno todavía hostil que buscará alejar el perfil errado que manifiesta este niño.

A tientas, ya en los inicios de esta película, notamos una clave estandarizada de la vida familiar. Un medio social muy típico de los noventas; familias de clase media en un frio barrio casi moderno donde deberías “temer de llegar y equivocarte de casa” (en términos de la abuela). Ma vie en rose, desde sus primeras escenas (desde los créditos, incluso, mostrando planos de la mansión de la muñeca Pam) nos transporta a una ciudad de luz tenue donde todo se supone normal y debería verse así: como un globo terráqueo de colores primarios. Entre psicodelia y baladas pop del momento, aquellas fiestas de recibimiento en el barrio nos exhiben hogares muy variopintos, desde el del empresario paternalista y ultraconservador, hasta el del liberal americanizado. Planos de parejas ascendentes que desayunan, se besan, o se preparan para salir, y en las que afables maridos suben los cierres de los vestidos de sus esposas. Todo un reality expositivo de lo “normal”.

Allí, donde emerge el rito cotidiano de la existencia, la unión y la reproducción, nace el sueño de Lúdovic. Hallar un hombrecito cortés y cariñoso con el cual cumplir su deseo multicolor del matrimonio. Verse bella en la ceremonia mientras sus desposorios hacen felices a sus seres más cercanos. Una creencia llena de fortaleza y que no decaerá a lo largo de las brillantes escenas que Berliner distribuyó en los 88 minutos del largometraje. Minutos en los que se apreciará a este niño (que por mucho nos parecerá inteligente y hasta coherente) indagar e incurrir en sus constantes preguntas insatisfechas para descubrir los inconvenientes que no comprende se interponen en tal deseo fervoroso de ser pronto una niña y ser feliz casándose con un niño. Ese buscar en las leyes extrañas que los adultos manejan del mundo (“la genética y Dios”, “el matamoscas y los maricas”) permite una ligera identificación con este personaje confundido pero, pese a la adversidad, bastante persistente.

Es necesario igual incidir en el conflicto mental que termina por someter la postura del espectador. Dadas las circunstancias que atentan contra la seguridad de la educación de Lúdovic, sus padres lo asisten con una psicóloga quien, al no hallar más solución en las terapias del niño, opta por declinar en su intento de comprenderlo y reinsertarlo en el sistema heterosexual que lo repudia. “Cuando seas grande podrás decir lo que piensas”, le aconseja. Sin embargo, mientras lo lleva donde su madre no tiene otra opción que enrevesar su posición: “La vida nos da miedo. A veces es necesario un buen susto”. Nunca se sabe con seguridad quién posee mayores temores en este cuadro ambiguo, si el desbocado presente de los demás, o el sueño evasivo del pequeño Lúdovic.

Ante los duros golpes del entorno que no los acepta, la madre no tiene otra opción más que la agresión en ciertas instancias. Aún el golpe más frenético de todos: la mutilación, el rasuramiento del cabello, resulta un acto que en un momento uno no se lo aguarda como espectador (recuérdese la paliza y el corte de los cabellos en Malena de Giuseppe Tornatore).

Ma vie en rose no es un alegato contra la fantasía del mercado, creo yo. En aquellas ensoñaciones, mucho más coloridas que el mundo real y de nuestra compleja sociedad, halla Lúdovic el último espacio de realización de su vida, así, en un brillante rosa de plástico. El sueño de Lúdovic, es sin males ni remilgos, un sueño de muñecas. Donde la fatídica obsesión de violencia no penetra, donde la atenuación del color no se presenta, allí, en la fluorescente mansión de una muñeca mágica, se halla el último lugar de concordia donde guarecerse.
Reflejo de un sólido guión, con actuaciones más que buenas, y un montaje y fotografía excelentes, esta primera obra de Berliner promete abrir buenos caminos para este tipo de cine, que desfigura los códigos morales y sociales disponiéndolos a una evaluación concreta en la que el espectador es motivado por la puesta en escena de un itinerario más que psicológico del recorrido sexual y la permanencia de la individualidad.

5 de julio de 2009

Me borro con borrador

Sí, por unas semanas me sfumo.

Deséenme lo mejor, si se puede.

14 de junio de 2009

Body & Soul

A casi cuarenta años de su fallecimiento, Eleanora Fanan Gough, conocida artísticamente y para la posteridad como Billie Holiday, fue una de las voces más populares de Jazz and Soul en los inicios y mediados del siglo XX, una voz abrumada y cautivadora que aún genera sensaciones distintas mediante un repertorio más que provocativo y tenaz en la historia de la música contemporánea. Y es, a propósito de la vanguardia y el sentimiento de Lady Day, que comentaré una historieta argentina lanzada en el año 2007 y que homenajea y tributa los aportes musicales de esta señora, empleando la imagen difusa como recurso esencial para producir un climax que asemeje el de aquel ambiente festivo y angustiante que envolvió la vida, casi en su totalidad, de esta afamada intérprete.
La biografía se halla aquí organizada y gesticulada de un tirón, como un soliloquio deshinibido; las más audaces experiencias en medio de este ambiente extravagante que caracterizó al febril jazz norteamericano; los desvaríos suicidas de la protagonista y su terrible desventura con los hombres: la más sustanciosa narración acerca de los 44 años que vivió Billie es expectorada por el guionista Carlos Sampayo y el dibujante José Muñoz en 56 trepidantes páginas donde el blanco y negro no la hacen más que correr y vibrar, testimoniar estruendosamente, cual aparatoso concierto límpido de saxo.
Y es ése quizás uno de los mayores atractivos que hallamos en este breve relato biográfico: el hacernos avizorar los gestos intensos de la improvisación rodeados de rostros pálidos, los cuales se nos definen por líneas muy sencillas donde el claroscuro es el elemento que nos sujeta a los síntomas tan anhelados de esta historia de por sí retro. No en un modus Caravaggio ilustrado a la moderna, pero sí un Hooper desnudando la musicalidad de la noche, sea cruento el entorno o no. La estructura narrativa, con tales atributos visuales, ya no ha de requerir otra secuencia más que la ya explicada, el rhythm and blues, la vaporosa necesidad sensualista del decir heterogéneo, con una cantidad intencionada de flash backs, y con el ánimo por hacer del centro de la obra no sólo a la Billie humana y trastabillante ante el dolor mundano, sino a la Billie hecha música por la mera aceptación de la tragedia inexorable.
Aflorando el combate que libra el individuo contra el mundo ancho y ajeno en que se asume la existencia sin más, las tentativas autodestructivas y el desahogo se mezclan para ser entendidas con cada canción como un termómetro sensorial. Desde sus inicios como prostituta degradada por el abandono paterno, la historia se zambuye en lo periodístico parcialmente: las cirscunstancias de Billie son revividas para la publicación de un artículo en un diario de dudosa importancia, sin embargo, la amarga combinación de recuerdos y la más neta subjetividad de los implicados inmiscuye a más que un simple periodista en la reconstrucción de los hechos.
El valor de esta historieta puede sustentarse en ello: el abandono vivido y el autoabandono mismo resultan una impronta de identificación moderna. No existe un personaje sufriendo una tragedia emocional y un espectador o varios relamiéndose en el hecho artístico y ético, sino que la tragedia existe por demostrar esa cualidad correlativa, lo inevitablemente colectivo de la destrucción.
Si se hubiera de entender, dentro de muchos casos del mundo de la música contemporánea, a la misma Holiday como un precedente del beat, tal vez se caería en una categorización demasiado suspicaz. Indiscutible es su influjo sobre otros artistas (Janis Joplin, la más amplia heredera que se conozca), indiscutible también el fino lenguaje musical en el cual aplica tanto su visión ahíta de explícita catarsis, además de la languidez y la tesitura de su peculiar voz, muy por el todo femenina. Es necesario comprender que tal como muchos artistas observan su degradación por el encandilamiento de la creación, también poseen la conciencia de la trascendencia en el doloroso acto creativo. "Aún ahora hay gente que espera algo de mí. De mi voz atrapada en discos", dice, segura de los resultados.
El tratamiento de este relato gráfico comentado apela, a modo de revisión, a los crímenes continuos de la sociedad, a la existencia sometida a una amargura generatriz, el vacío y el relleno, el despojo y la alternativa, la destrucción y las salidas, partiendo de una intolerancia inaudita contra el ser como artista, y muchos peores casos si de los ciudadanos civiles se trataba. El apasionamiento y la exploración de la Holiday anda y desanda sobre este caos cruel que se les obliga a vivir (para el caso de los negros en la aún lastrada sociedad discriminatoria de los Estados Unidos), en tanto que el amor contrariado pase en esta visión como una forma de degradación que la artista abordó mucho más. Temas en vínculo con esto, y por demás insuperables como Strange fruit, o I'm a fool to want you, tanto como la famosa Body and Soul, nos mantienen la idea talvez inquebrantable de que una Billie Holiday, con tanto "cuerpo y alma" por transmitir así de vigorosos, difícilmente habrá de repetirse.

30 de mayo de 2009

Barrotes indistintos

¿Cómo deberíamos de ver con estos ojos acaso externos las medidas del juicio moral colectivo? ¿Cómo ha de seguirse entendiendo la aplicación ciega e inexorable de la justicia? ¿Y las relatividades de un comportamiento ante el encierro indefinido? ¿Qué hay de las leyes vitales a veces respetadas? Pablo Trapero quizás retuvo algunas preguntas básicas como éstas antes de planear su certero filme Leonera, una producción argentina que provocó notorias críticas dado su alto contenido ético.
Julia Zarate es una vulnerable estudiante universitaria que trabaja y vive junto a su novio Nahuel. Una mañana Julia despierta manchada en sangre, con el cadáver de Nahuel en el departamento, y con el cuerpo herido del amante de este último, Ramiro. A raíz de este crimen, del que se desconoce el autor, ambos son encerrados dados los testimonios incongruentes y contradictorios que manifiestan ante la policia. La mirada atenta del espectador se pierde de pronto en medio de la tragedia de Julia, que es narrada por imágenes casi silenciosas en una linealidad envolvente y mortificante.
Julia es joven, silenciosa y vulnerable, y se ve más vulnerada que nunca al hallarse en cinta tras haber ingresado en prisión. En medio de una situación degradante entre su novio y el recién llegado amante, sumando el abandono de su madre cuando era muy pequeña, Julia se sume en la aparatosa disgregación de un animalillo emparentado con su tragedia y con los dolores iniciáticos de un hijo que no desea y al que golpea transmitiéndole su desdicha. Y es que tal vez no me equivoque, pues eso habrá de verse en lo que resta (o quizás desde que inician las imágenes): animalillos ensimismados y animalillos enfurecidos.
La metamorfosis parece no haberse planificado o acordado entre el lente límpido del director con el espectador, o entre los mismos movimientos de los intérpretes. Existe en la película una sensación de asfixia y de monotonía, como si la máscara embaucadora se hubiera instalado en el rostro de este mundo representado y, más aún, como si en el fondo ya existiera esta pared hermética de ahogo emocional. Empezar con este cuadro del rostro desencajado de Julia, maquillaje corrido y sangre en sus pómulos, después de oir el delicado y cuestionante tema infantil de los créditos es para respirar y decir: "esto es una jaula visual, sin duda". O el hecho nada remoto de la parsimonia de Julia ante las barricadas de libros en sus estantes, donde trabaja, o el letargo frente al vidrio húmedo del bus; qué más decir, un anticipo en la cotidianidad atosigadora misma.

Es un recurso permanente y agobiante el de apreciar a Julia en una interrogatorio común y repetitivo; el repetir y repetir su nombre y apellido, nombre de la madre, nombre del padre, y, con su advenimiento, el nombre del heredero de su desventura, Tomás. La protagonista no actúa con la libertad del novio aquel, ahora desaparecido: sigue unida a la insaciable voracidad de la ley, el elemento opaco que la controla (los controla) y la sume en la agonía de transmitir su desecha integridad con la fiereza de una leona. Y es así como apreciamos a estas insospechadas criaturas dentro de estos fronterizos espacios tras los barrotes. Leonas en una leonera donde o se duerme o se afronta.
Trapero no añade un patrón de crítica o algún tinte de sobreestimación con sus personajes. No existe un resquicio de enjuciamiento, no degrada las escalas de supervivencia en esta naturaleza limitada; simplemente se es, humano o animal, la ambivalencia es el concepto a contrastar, y si no, a disfrutar.
Logran espectarse escenas breves, lúcidas y enfáticas, en un torrente frenético donde el factor femenino no abandona el eje central: la desesperación, el tedio, la furia incontrolada; el "fuego" en esas pieles curtidas y rasgadas a navajazos; la sensación positivista de hallarse ante colores casi industriales y frios, en donde la calidez de gamas nunca habrá de identificar a este ambiente único de la penitenciaría como el lugar donde madres y niños podrán aparentarnos su alegría multicolor. Leonera no es una sumatoria visual de los límites del encierro, sino el encierro mismo no-visualizado en la vida cotidiana.
El elemento lúdico de la vida sujeta a la norma y a la convención están presentes también en el notable trabajo de fotografía. El del pequeño "cachorro" (Tomás) trepando y jugueteando en los barrotes mientras su carcelario lo mece resulta un juego recíproco de conceptos donde humanidad-animalidad-conflicto se dan la mano meritoriamente, en tanto imagen.

Apoyado en la actuación y desenvolvimiento de Martina Gusmán, y con una labor fotográfica aceptable, Trapero entrega una cinta inusual y contundente, con ideas enhiestas pero entregadas con una convicción enunciacitiva, y no de afirmación moral incisiva. Leonera llega al espectador sin la impulsividad de Carandirú o la sofisticación dolorida de El beso de la mujer araña (ambos filmes carcelarios de Héctor Babenco), Leonera usa como artificio la depuración sintomática de la imagen (no la palabra) para arremolinar las conclusiones del espectador, y recibir como retribución el aislamiento del juicio de la protagonista, con el resultado confuso de si tal vez se podrá prescindir de más de un personaje, o para comprender si realmente el sueño de la tirana sinrazón genera monstruos.

[Nota] La película puede ser vista completa en la siguiente página. Para los interesados en apreciar el trailer de la película, hacer clic aquí.

25 de mayo de 2009

Ese vagar sin rumbo por nuestra MAYÚSCULA AMÉRICA

"El hombre en nueve meses de su vida puede pensar en muchas cosas que van de la más elevada especulación filosófica al rastrero anhelo de un plato de sopa."
Es ésta sólo una minucia de muchas afirmaciones que me encontré con emoción al leer de modo pausado el texto Ernesto Che Guevara. Mi primer gran viaje, un libro de memorias, llámesele más oportunamente diario, en el cual este personaje, ahora consagrado en la nueva historia de América Látina, ha impregnado sensaciones vivas de ésas que nos invaden durante la juventud y en adelante. Y es que se puede ser joven más de lo previsto si no cercenamos estas actitudes y concepciones que, mal no está afirmar, nos hacen inmortales ante el perenne proceder histórico.
Me ha sido de un gran placer decodificar estas vivencias de meses como un extenso itinerario submarino de Julius Verne o como una sagrada épopeya india, obvio, sin querer menospreciar toda expresión corolaria humana. Estas notas de viaje ayudan a comprender una mentalidad en formación de modo paulatino, aquel vínculo cultural obligado que desea mostrar Ernesto mediante experiencias continuas, el abandono de un entorno, el ingreso a otro adverso, cruel por donde se quiera interpretar, y que intentará asimilar y registrar para en un futuro aplicar y teorizar como hombre de hechos y de sensibilidad. Es esto lo primero que podríamos inferir de tanta confesión y desahogo, pues es notorio que ante un viaje de ocho meses, en compañía de un incondicional y apoyado fundamentalmente de una problemática y fiel motocicleta, la necesidad calaría también en este personaje allegado cada vez más a dolores y carencias universales.
Es necesario explicar la familiaridad que uno entabla con el texto, pues en las cualidades del diario y en la coloquialidad del autor uno halla una suerte de ADHESIÓN a las palabras, inundantes, atrayentes en cada línea: en conjunción, una puerta desconocida que guarda recuerdos de nuestras insospechadas debilidades de seres humanos en medio de la barbarie detonante llamada REALIDAD. Es quizás el valor agregado que rodea a este texto, el calor que no mengua ninguna de las confesiones y hasta chiquilladas a las que incurrían Ernesto y, sobretodo su compañero de viaje y gran amigo, Alberto Granado, con el objetivo de escapar de una situación de hambruna. Leo con simpatía en los inicios del Diario:
"El pan tenía un sabor de advertencia: “Dentro de poco te costará comerme, viejo”. Y lo tragábamos con más gana; como los camellos, queríamos hacer acopio para lo que viniera."
Es notoria la urgencia de reconocimiento que muestra cada capítulo del diario, copiosamente amalgamado de personajes anónimos en cada ciudad recorrida, cuyo registro abocó ocho meses de impudicias y galanteos juveniles por tierras variopintas de Sudamérica, desventuras y caídas por las carreteras desgastadas del populoso subcontinente de los cincuentas que ofreció durantes largas semanas de penurias y friajes la promesa de aprendizaje para estos dos estudiantes practicantes, henchidos de ideas políticas de izquierda. Destacan de tal modo, con gustoso compromiso por parte del autor, estas ansias de reconocimiento del que entra en las insondables limitaciones de la adultez, y más aún, enfrentándose a la renovada experiencia de asumir tierras baldías y misérrimas como las propias.

La primera parte del libro es una sabrosa descripción de esta reciente experiencia para un hombre apenas llegado a los a los 22 años y que de pronto necesita reconocerse o ubicarse en aquella alteridad de la que el hombre contemporáneo huye. Ernesto aprecia el dolor del hombre andino, el rostro anónimo del enfermo, del leproso, del necesitado, del ser humano per se como en un espejo: siempre requerimos de ver algo en nosotros, algo que está lejos de nuestras manos, pero muy cerca del otro. En este tipo de especulaciones se zambuye para expresarlo en doscientas páginas de reflexiones y reflexiones. Ciertamente este hombre, que luego pasaría a confrontar batallas más frontales con la hostil realidad, no sólo se sumergía en sus elucubraciones sin extrapolar lo que él percibía del resto. El Che contrastó sus ideas haciendo también de este viaje un recorrido por los idearios histórico-políticos de muchos hombres que, como él hizo posteriormente, emplearon también la tinta y el papel como un medio de lucha. Un caso ejemplar, además de la conocida influencia que tuvieron sobre él las ideas de José Carlos Mariátegui, es la paráfrasis que hace del Inca Garcilaso intentando alimentar a sus itinerarios transcritos de una explicación subordinada al saber antiguo del escencial cronista:

"Al llegar los españoles como conquistadores a la región, trataron inmediatamente de extirpar esa creencia y destruir el rito [el de ofrendar el indio una piedra símbolo de sus penurías a la Pachamama], con resultados nulos; los frailes decidieron entonces “correrlos para el lado que disparan” y pusieron una cruz en la punta de la pirámide. Esto sucedió hace cuatro siglos (ya lo narra Garcilaso de la Vega), y a juzgar por el número de indios que se persignaron, no fue mucho lo que ganaron los religiosos. El adelanto de los medios de transporte ha hecho que los fieles reemplacen la piedra por el escupitajo de coca, donde sus penas adheridas van a quedarse con la Pachamama."

Tan igual como esta expresión, el Che demuestra un gran cariño por el Perú durantes estas andanzas, en específico durante los meses de marzo hasta junio antes de partir a Colombia y Venezuela en donde concluirían sus primeras peripecias por el continente. Queda, de igual modo, una gran insistencia en relación a la situación de explotación del hombre andino rural. Dice en el capítulo Tarata, el mundo nuevo:

"A las cinco de la tarde nos paramos a descansar, mientras observamos indiferentemente la silueta de un camión que se va acercando; como siempre, se dedicará al transporte del ganado humano, que es el negocio que más da. [...] Los personajes, ataviados en la misma forma original que los del camión, están ahora en su escenario natural; visten un ponchito de lana ordinaria, de colores tristes, un pantalón ajustado que sólo llega a media pierna y unas ojotas de cáñamo o cubierta vieja de automóvil. [...] Sus miradas son mansas, casi temerosas y completamente indiferentes al mundo externo. Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una constumbre que no se pueden quitar de encima."

Sus descripciones en el capítulo posterior llamado Cuzco a secas culminan de la manera en que líneas antes describen al mismo indio que padece y que, a pesar de insertarse en un medio social de tipo local, igual padece y resiste:

"Las facciones semiindígenas del encargado y sus ojos brillantes de entusiasmo y de fe en el porvenir es otra de las piezas del museo, pero de un museo vivo, mostrando una raza que aún lucha por su individualidad."

Es indispensable recurrir a este fuente inicial dentro de la obra intelectual del Che Guevara si se desea emprender una lúcida y ordenada ruta por los subterfugios de su pensamiento a lo largo de su activa vida política, además de poder así hallar las razones y los alicientes que fueron motivando su futuro vínculo con las ideas reivindicativas del siglo XIX y XX, y por qué en la actualidad se le considera un personaje emblemático de éstas. Es obvio que todo lo plasmado aquí conlleva, en lo personal, a una segunda revisión de estos textos juveniles, y a reanudar el análisis de mayor bibliografía relacionada directamente con el autor de interés. Autor lo suficientemente consecuente, claro, para ser debatido como portador de ideas políticas y como actor de cambio y de ejecución; algo que no se realizó en esta reseña por no tener entre las manos un testimonio de su autoría lo sustancialmente consolidado.

Quien redacta todo esto se abocará a la labor de revisar con mayor tesón la bibliografía antes mencionada para retomar este tema que, bien deseo que quede aseverado y entendido, conviene detallar por no solamente tratarse de un ente propulsor de ideas equitativas, sino por tratarse de un consecuente actor con miras de renovación y sensibilidad en nuestra desgastada América Latina.

24 de mayo de 2009

Un gato enfermizo y un llanto nunca colmados

Sobre las cosas que guardo por decir acerca de la novela gráfica como género, tal vez sea todo muy mínimo debido a mi poco acercamiento a ésta, es que si bien contamos en el exterior con un manejo avasallador de las imágenes y la explotación publicitaria del arte de las viñetas, igual es algo que tardaría en consolidar por tratarse, a mi parecer, de una opinión más especializada. Acaso por la relación con las técnicas narrativas muy bien explotadas en la literatura o el cine sucederá que con El asco, novela gráfica de Diego Agrimbau y Dante Ginevra, habré de referir a muchos recursos concatenados de otras artes y que vengo advirtiendo también de otros trabajos de este tipo. Si bien en su manejo estructural de la viñeta y en los encuadres habrá de parecer un cómic estandarizado, sucede que esta historia entra en los cánones de la nueva forma de hacer historieta, acercándose a los parámetros temáticos (no los formales) renovados por el cómic underground; tanto el tratamiento de los personajes como las secuencias altamente psicológicas llevadas a un apogeo por el flash back dan cuenta de una seria inserción en el realismo de vanguardia.
El asco narra la vida aletargada de Daniel, un hombre llegado a los 29 años, con una alteración física y emocional producto de un accidente. Su vida de estudiante de Bioquímica se detiene tras quedar rengo. Continúa viviendo solo en un lugar apartado de su familia, sin concebir un plan determinado deja pasar los días y las horas en una rutina desconcertante, hasta que conoce a una chica que quizás posea tremenda desdicha que él carga sobre los hombros.
Esta percepción de atlante desasosegado se hace visible cuando Daniel desea asistir en todo mínimo obstáculo que envuelva a Natalia, la vecina ciega que quizás lleva la misma rutina que él, sin emabrgo se da de bruces con la independencia que ella expresa y por la que de pronto nacerá el asco, el rostro de indeferencia de ella sumado a su propia agonía de multiplicar los dolores como una colección de males fulminantes. Daniel refiere a una terrible angustia que le aprisiona aún cuando por un intento de automotivación decide sortear desventajas y acercársele, a lo que ella responde con mejores ánimos, acaso por la notable soledad que la invade. Es así que ambos deciden conocerse con el sombrío tacto que pueden aplicar, ella por ser invidente, él por la autodestrucción de sus numerosas conmiseraciones. Será la prontitud de sus necesidades que hará vislumbrar nuevas actitudes en los dos, y de nuevo el asco aparecerá, pero no será el mismo angustioso agotamiento.
Nos encontramos con una historia sobre las asperezas de la forzada idealización, la falaz personificación de ella y la búsqueda desalentadora de la autenticidad. Los personajes de esta novela no son lindos, como se autodefine Daniel en sus primeros tímidos filrtreos, y terminamos creyéndole: los personajes son más bien naturales, rudos, elaborados con un toque de presión orgiástica, son obsesivos y su autorepulsión los hace acercarse y amarse, desde este dueto principal llevado por la discapacidad de confrontar el mundo a sus anchas, hasta los elementos que le rodean. Como Rotundo, el gato enclenque que merodea la quinta argentina que es ambiente de recreación, éstos urgen de un lugar calentito donde guarecerse, quizás de sus temores mismos. Los creadores lo afirman en relación al protagonista: "Daniel está cruzando una calle. Una ruta. Una mirada. Teme. Huye. Llora. La desgracia es una cápsula donde ha encontrado un refugio indigno pero cálido. Su obsesión es la única fuerza que lo impulsa para moverse, para avanzar, para comenzar a caminar nuevamente hacia alguna parte. Es entonces cuando decide cruzar la calle por primera vez."
El llanto resulta entonces la materialización de aquella diferencia o contraste emocional, las dos mismas tragedias a fin de cuentas, pero distintas batallas a pesar de los intentos unitarios. Un llanto que le viene sin razón al ver a una mujer tan bella después de dormir con ella, pero que igual resulta eso: una desdichada más en el trastabillante eco de la noche, otro gato enfermizo maniatado y que no halla el calor verdadero para iniciar los primeros pasos seguros. El llanto, hasta el final de los tiempos prósperos nunca habrá de colmarse.
Realizada en unas gamas suculentas a la vista (dando la impresión de una retrovisión urbano-realista) y con unos personajes de notoria raigambre psicológica, El asco es una historia, por todo lo dicho, atrayente y sofisticada en imágenes cotidianas y anímicas, que la hacen una lectura que valdrá la pena tomar en consideración, si es que se desea ampliar nociones más puntuales sobre el actual rumbo de la historieta en América Latina.

3 de mayo de 2009

La añorada ingravidez

Con su última publicación Salman Rushdie retoma las sendas temáticas en conflicto y retrata un tiempo y espacio históricos para hablarnos de algo comúnmente visto: el confrontamiento ideológico y la búsqueda de espacio de realización. Este último trabajo, La encantadora de Florencia, maneja los códigos de una Europa que aún comienza en su expansión por los territorios indios, allí donde el contacto todavía no ha tocado fondo.
De similares ambiciones consta su anterior libro de cuentos Oriente, Occidente, acaso la publicación más variopinta y diversa que ha otorgado a sus lectores, en tanto que enfatiza los temas e íconos con que nos tiene acostumbrados y deleitados desde sus inicios en la escritura. Para esto se parte de la estructura del libro, dividida en tres, y en la cual los cuentos se hallan separados por la intensidad de sus contenidos, en tales casos, los mundos por representar y comprender que son Oriente y Occidente, y finalmente el contacto entre ambos.
Rushdie, en el recorrido interesante por los nueve cuentos que conforman el texto, traza historias con un horizonte claro (puede haber talvez muerte o destrucción, pero no tragedia; para ello qué más tragedia que la vida). Los personajes implicados en sus relatos son receptores de códigos morales y religiosos, individuos que intentan sobrevivir también, cada uno en el cosmos que le ha tocado sobrellevar y del cual, en algunos casos, no logra huir. Del lado de Oriente, un relato interesante es "Un consejo es más raro que un rubí", en el cual un sujeto marginal escapa día a día de la pobreza embaucando a mujeres desesperadas por salir del país con un permiso del consulado. Como contraste en la historia aparecerá una mujer maltratada por las tradiciones, pero muy paciente ante las circunstancias. Este hombre entrado en años caerá ante los encantos de esta elegante mujer.
Como explicaba, Rushdie acostumbra a mostrar en sus historias la tenue fiabilidad en el horizonte añorado. En sus novelas más amplias y polémicas (que serán tema de análisis en otras reseñas) existen paradigmas que retoma y desenvuelve con distintos manejos, sin llegar a lo ensayístico. Y es que es notoria su necesidad por emplear un lenguaje decoroso y hasta barroco por la minuciosidad de lo expuesto, pero sin intentar brindar alternativas de escape o auxiliar a sus personajes. Rushdie, en tal caso, abusa del ojo omnisciente, pero en el grado de mirarlo todo exploratoriamente.
Su novela Los Versos satánicos expone un desarraigo inapelable en los personajes; uno de ellos, Saladim Chamchawala, huye de su padre pues no logró adaptarse al lugar del que procede y porque la dominación de él le aberra tremendamente. Este desarraigo por la autoridad inexorable es la que marca el rumbo del Oriente, pero no en todos los casos arbitrariamente. Otro de los relatos (quizás el mejor de todo el conjunto) tiene como título "El pelo del profeta", y narra la anécdota de un prestamista correcto y tolerante que un día hallará en un lago cercano a su residencia un cilindro de cristal conteniendo el pelo conservado del profeta Mahoma, reliquia que acababa de ser robada de un Templo y la cual pretenderá conservar en secreto dentro de su colección de objetos, sin considerar los estragos psicológicos y físicos que éste provocará en él.
Todavía llevado por los recursos narrativos del realismo mágico, Rushdie inquieta con historias asombrosas dentro de la iconología de cada cultura, con la salvedad de emplear este lenguaje tan nutrido con el fin de mostrar la posición del sujeto receptor que sólo busca prevalecer y definir su status de ser con privilegios o con poder de adquisición. En definitiva, el mismo ser humano actual en el conflictivo medio social actual.
Tal sería el caso de Occidente y el relato "En la subasta de las zapatillas rubíes", donde emplea un conocimiento mínimamente estándar para demostrar, sin muchos paliativos verbales, la condición de necesidad o urgencia por poseer un inalcanzable medio de retroceso o de evacuación; como las zapatillas de rubí que sacaron a Dorothy y a Toto de Kansas, obtener la añorada ingravidez que nos fue negada para ir detrás de lo que, errando y errando, nunca conseguimos antes.
El autor fuerza el bolígrafo tal vez para que los textos no resulten demasiado enunciados, demasiado detallados, sin atisbos de solución ni de tragedia. Ése, creo yo, que es su indubitable mérito, entregar una historia picante y pujante en íconos mentales durante los minutos que dure la lectura sin invadir el terreno de lo prosaicamente explosivo. De igual modo ayudaría a entender la viabilidad con que explaya el tema de la presión social y cultural de Oriente (la india, específicamente) mostrando las conjeturas y diálogos de dos compañeros espías que actúan y se comunican con el vocabulario galáctico de Star Trek ("Chekov y Zulú"), sorteando indirectamente por las sinuosidades de una sociedad musulmana de códigos marcados por el proceder disociado y ajeno.
Cuales sean las interpretaciones dirigidas hacia la obra de Salman Rushdie, resulta necesario valorar el universo tratado de modo ampuloso en la medida de que los recursos empleados (el humor negro, la iconicidad, lo alucinógeno en la narración, la onomatopeya suprarreal, el erotismo desenfadado) son una suma de puentes por medio de los que el resultado no desea ser definitivo ni insuperablemente acertado, sino una propuesta o visión más, un horizonte de supervivencia y desahogo, considéresele moral o no. La elección de los lectores nunca deberá ser unitaria.
[Nota] Para todos los interesados, se puede descargar el libro completo en archivo *doc aquí. Más detalles sobre su última novela, La encantadora de Florencia, en La Vanguardia.

26 de abril de 2009

¡Plopazo! (ese que supuestamante ya no usaría)

Por motivos ajenos a nuestra voluntad (los de Sfumato y los de su conciencia en forma de gato albino) este blog suspenderá la creación de entradas por el lapso de una semana. Motivos acaso livianos, y que más suenan a floro académico, jerga profesional, chamullo personal quizás, igual ruego una ligera espera a mis pocos lectores recurrentes (que con esto disminuirán más en cantidad), y a los que vienen y talvez vendrán, en la medida de que esta semana entrante y la que ha pasado desde la última actualización son de acopio para las reseñas que vienen en camino, esperemos que interesantes y acertadas.
Efectivamente esta es una entrada con plop, y es que, aunque en las tiras estemos acostumbrados a hallar la palabrita anecdótica en el final, no hablaré de fin porque, en el pragmático modo de ver de quien escribe, no asoma aún la idea de deshacerse de esta bitácora para ventilar tanto pensamiento esfumado. Sin embargo, el que puede preservarse también de la crueldad de los relojes*.
[Nota] (*) Cita obligatoria de Salman Rushdie, pues. Chao.

11 de abril de 2009

El sonoro lamento de una corona

La accesibilidad que puede otorgar un filme en relación a la vida y obra de un artista contemporáneo es discutible. La proyección de imágenes y sónido en convergencia por demostrar las bondades del biopic de hecho genera controversia. ¿Y qué hay si de Jean-Michel Basquiat se trata? ¿Un artista definitivamente controversial y motivador para el rebrote obstinado de este género?
Basquiat, del director neoyorquino Julian Schnabel, intenta ser un filme alegre, incluso en los preámbulos de un final trágico (es decir el fin del propio artista, muerto por sobredosis de drogas en el año 88). De hecho, sucede que Basquiat es, en la cinta, un personaje hecho de las mismas salpicaduras de su aerosol: impetuoso, grotesco, un ser autodefinido pero acaso dubitativo ante la raigambre propia del mestizaje. Como se define él mismo también ante el nuevo periodismo del arte, es un "criollo", un elemento más en lucha en medio de las dimensiones de un arte que pone en riesgo el desarrollo per se del propio creador, un arte que no se atiene a la estricta regla contemporánea de l'art pour l'art. El personaje, absorbido por las drogas, la música, la revolución individual de los setentas, el consumismo del arte que aún vende por igual en los territorios de las galerías independientes, refuerza esta personalidad decidida hacia la creación dentro de un entorno que le favorece pese a las carencias económicas. Es que donde aún se pueda materializar el autoconsumo por medio de la moda, los graffitis o la música fusionada, habrá un campo donde desarrollar dicho cuerpo autótrofo.
Y a decir verdad, desde el inicio de este filme se encuentran los símbolos que determinan los cambios de la época y que inundarán a su vez el programa pictórico del artista en mención. No pretenderé, en este caso, detallar cualidades prontas del arte pop inicial porque Basquiat se nutre de varias raíces culturales, en tanto que hacer referencia además a los elementos funcionales de sus pinturas prolongaría en demasía esta breve reseña.
Un niño con una madre hipersensible a la creación artística, ¿qué mejor halaja podría percibirse en tal caso? Schnabel describe las vicisitudes con cierto júbilo, como expliqué antes, porque, en la medida de las circunstancias, una historia fascinante y triste puede ser contada incluso con carcajadas, o con rostros simulando un felicidad categórica, como en la estética kischt. No es para mayores interpretaciones si se aprecian con serio cuidado las imágenes del artista, recargadas de un lenguaje onírico pero con una honda sensación de permanencia. Eso estuvo en un toque necesario e implícito en la cinta, pero debió de haberse abordado con mayor seguridad y sin dubitaciones: quizás allí reside el saborcillo de plato costoso y grato, pero algo diminuto.
Desde este personaje con una seria obstinación por proyectarse en situaciones subjetivas o admirando el progreso de sus actos, en un inicio como artista musical, se prefiguran las visiones que luego plasmará mediante el óleo o el graffiti en reacción puramente verbal. Las alucionaciones de un cielo marino donde un hombre cabalga en las olas nubosas de la existencia, y en situaciones de riesgo de pronto cae, resulta en definitva una aceleración del pulso fílmico en busca del reconocimiento. No de la ilusión creada, sino del artista como navegante osado y desnudo. El personaje de Benny, gran amigo del artista, admite en su diario, generalizando incluso con algo de certidumbre: "Todo el mundo quiere subirse al carro de Van Gogh. No existe un viaje tan horrible que nadie quiera hacer".
Ante uno de los últimos alcances líneas antes, sería un error olvidar la calidad del mensaje que Basquiat deseba esgrimir en sus pinturas, no sólo definidas por la agresividad sugerida del síntoma colorido, sino también por la relatividad del texto, como una suerte de leyenda para autoanalizarse o desnudarse ante un público sincero o devorador, y de algún modo "cerrarle el pico a la nueva crítica". ¿Y qué hay de malo con esto o qué hay con el papel de la crítica de Arte? Si es que el avance de las proyecciones del arte como expresión han producido una diversificación en los modos de observar el arte, el modo de la crítica y del periodismo sobre arte también.

Esta ralentización está demostrada en la película sobre el modo en que la publicidad ha prestado parte de su jerga en pro del diseño de un nuevo modo de ver y de consumir. El snob, el periodismo de espectáculos vinculado al arte o la avanzada terminología de consumo se abren camino a finales de los setentas. Basquiat combate, en esta medida, etiquetas como el "negrito de la pintura" o el "Eddie Murphy del mundo del arte". En su osado trazo expresionista heredado de Pollock o la inserción del graffiti del mundo underground, Basquiat se propuso acaparar las miradas de quienes sólo apreciaban un arte de influjo europeo y de matices autónomas reacias al ingreso del mundo ajeno del académico, algo que también intentó Warhol pero con una sofisticación diferenciada que evitaba la politización del arte en proceso de liberación.
Qué otro modo habría para llegar más a fondo en relación a lo que se deseó enfatizar de Basquiat si no es con la historia, en fin, del pequeño rey que implora por salir del encierro del cruel mago haciendo un dulce y sonoro lamento con la corona chocando contra las rejas que nunca habrán de abrirse, pero que dejarán con el viento esa música encantadora de protesta. Hasta sus días últimos, Basquiat no abandonó la bohemia a la que se aferró. Su canto estuvo encendido, porque la inmensa corona resplandeciente (la herencia materna) nunca se la pudo sacar. El encierro está acompañado de una joya musical que nos recuerda nuestras bondades, pero también nuestra finitud.
Ya lo recuerda Pedro Almodóvar citando a Truman Capote cuando lee Manuela un prefacio del autor estadounidense a su hijo Esteban en Todo sobre mi madre: "Empecé a escribir cuando tenía ocho años. Entonces no sabía que me había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo, y el látigo es únicamente para autoflagelarse".
Un filme acorde con las perspectivas contemporáneas del arte en el contexto de la liberación creadora de los sesentas y setentas. Los fanáticos de David Bowie o de Benicio del Toro hallarán unas actuaciones sobresalientes (sobretodo la gran similitud de Bowie con el artista pop Andy Warhol). Quienes hayan apreciado el posterior trabajo de Wright en Broken flowers con Jim Jarmusch, de seguro quedarán satisfechos con su trabajo asumiendo la personalidad de este bohemio e inquieto Basquiat.




[Nota] La cita de Capote proviene del libro Música para camaleones, uno de los autores de cabecera del director manchego.